jueves, 17 de diciembre de 2009

CICATRICES EN LA ANTIGUA YUGOSLAVIA, LA VIOLACIÓN COMO ARMA DE GUERRA.



MILES DE MUJERES MUSULMANAS FUERON TORTURADAS Y VIOLADAS SALVAJEMENTE DURANTE LA LIMPIEZA ÉTNICA ORQUESTADA POR EL LÍDER SERBIO RECIENTEMENTE FALLECIDO SLOBODAN MILOSEVIC . YA PASARON 10 AÑOS DEL FINAL DE LA GUERRA, Y MIENTRAS SE CALCULA DE 10000 LOS CULPABLES QUE SIGUEN IMPUNES, LOS HIJOS DE AQUELLAS VIOLACIONES BUSCAN LA VERDAD MIENTRAS SUS MADRES SON SEGREGADAS

Las violaron una y otra vez, noche y día, hasta cansarse. Mataron a sus maridos hijos y hermanos, delante de sus ojos.

Eso fue durante la guerra declarada en Bosnia (1992-1995) por el recientemente fallecido líder serbio Slobodan Milosevic cuando la antigua república yugoslava optó por la independencia. Hoy, diez años después de que los líderes políticos firmaran la paz en los Acuerdos de Davton., estas mujeres son aún la viva imagen del conflicto. Mientras que los hombres caídos en la guerra son shaheed —héroes—, de ellas nadie quiere oír hablar; la palabra violación es demasiado fea como para estar presente. Estas mujeres son las víctimas olvidadas, que han necesitado de una película, Grbavica, ganadora del último Festival de Berlín, para que su país y el mundo se acuerden de que existen. Más de 20.000 bosnias musulmanas fueron sistemáticamente violadas por las fuerzas serbias en la campaña de limpieza étnica orquestada por Milosevic. Algunas dicen que les cuesta demasiado vivir, y que si no se matan es por sus hijos, muchos de ellos fruto de las violaciones que rompieron sus vidas.

Para ellas, la guerra y la barbarie de los campos de concentración no ha terminado. Viven presas de las imágenes de horror que reaparecen sin aviso y sin falta a diario en sus cabezas. El momento en el que el soldado maloliente dice “vas a tener un hijo serbio” y la violan entre varios, cuando el uniformado toma el cuchillo y le rebana el cuello a su hijo, o el instante en que comienzan a cortarle los pechos. Pero ni siquiera pueden permitirse pensar en todo esto, porque les toca sacar adelante a lo que ha quedado de sus familias. Sus hijos ya son adolescentes y quieren saber la verdad.

Se desconoce cuántos niños son hijos de los violadores, pero las organizaciones hablan de miles. Muchos fueron entregados en adopción en Europa, otros viven en orfanatos bosnios y muchos otros han crecido junto a sus madres, creyendo que su padre fue un shaheed, un musulmán que murió en la guerra defendiendo a su patria. Jasmila Zbanic, la directora de Grbavica, que realizó un intenso trabajo de campo para preparar la película, explica que “las mujeres, cuando salían de los campos, se hallaban en estado de choque y no querían saber nada de sus hijos. Muchos niños acabaron en el norte de Europa. Nadie les ha seguido la pista ni se sabe cuántos son. Las madres que entregaron a sus hijos viven ahora atormentadas”. En el Consejo Internacional para la Rehabilitación de las Víctimas de la Tortura de Sarajevo explican que los soldados serbios no entregaban a las mujeres al bando enemigo hasta el séptimo mes de embarazo, cuando ya no había vuelta atrás y tenían la certeza de que no abortarían. “Querían que tuvieran hijos serbios, querían estigmatizar a toda la familia”, dice Dubravka Salvia, la directora de la asociación.

Sin ayudas estatales, estas mujeres malviven en los arrabales de las ciudades bosnias. Pese a los enormes problemas psicológicos que arrastran, carecen de seguridad social y sus ingresos se reducen a la pensión de viudez, cuando toca. Dayton y el gobierno bosnio insisten en que deberían volver a las tierras de las que fueron expulsadas, pero a ellas les aterroriza la idea del regreso, porque temen verse las caras con sus violadores, la gran mayoría aún libres. Y las autoridades bosnias se escudan en la falta de acuerdo entre las dos entidades que forman el país —la República Serbia de Bosnia y la Federación croato-musulmana-para no dar caza a los criminales. Muchas han permanecido todos estos años calladas y sólo ahora empiezan a hablar, muy poco a poco. Saben que sus testimonios podrían encarcelar a sus agresores, aunque a duras penas conservan la fe en la Justicia. Los expertos insisten en que vomitar el dolor es el primer paso hacia la curación, pero la mayoría no son capaces de verbalizar tantas atrocidades. Ni siquiera sus maridos —los que aún viven— lo saben y muchos de sus hijos tampoco, porque temen que las abandonen.

UN TEMA QUE NO SE TOCA.
En una de las cinco colinas que rodean Sarajevo, la ciudad que estuvo cercada 43 meses durante la guerra, vive Hasija Brankovic. A sus 35 años, casi nunca habla de lo que le hicieron los soldados durante el mes que pasó en un campo de concentración en Rogatica, en la República Serbia de Bosnia. Su hermana mayor y su madre, que medio ha perdido la cabeza, también pasaron por los campos, pero ese tema no se toca, a pesar de que las tres viven en la misma casa raquítica y duermen en una única habitación, junto con otros dos hermanos pequeños.

Llegaron a esa casa a los tumbos, después de que las echaran de las nueve anteriores por no pagar el alquiler. Hasija habla de las penas que pasa para sacar adelante a esa familia, sin trabajo y sin más ayuda que la pensión de su padre, muerto en la guerra. En total, 170 euros a los que hay que restar los 100 de alquiler. Hasija salta de un tema a otro y pronto explica que las pastillas para los nervios le impiden centrarse. Sentada en el suelo de un cuarto de estar que hace las veces de cocina y de despensa, empieza a hablar de su encierro en el campo de concentración. “Calla!”, la corta enseguida la madre, con la cabeza cubierta con un pañuelo y sin apenas dientes. La mujer teme aún represalias.

Quedamos para otro día, lejos de la presencia de la madre. “Los soldados nos llevaron a la escuela de Rogatica. Cada noche y cada día venían, con un calcetín en la cabeza, y nos preguntaban: ‘Quieres que te viole o prefieres mirar?’. A veces era un hombre, a veces un grupo. Así durante un mes.” Hasija llora, toma aire y piensa. “Mataron a mi padre y mi hermana de tres años no pudo escapar del campo. Si no fuera porque tengo que ocuparme de mi familia, me haría algo a mí misma”, asegura esta mujer que calla más horrores de los que relata. Hasija todavía no sabe si algún día testificará ante los jueces; de momento, no se siente preparada.



En el tribunal montado hace un año en Bosnia para juzgar a criminales de guerra y que reemplazará al Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY), un equipo de psicólogas atiende a las que han decidido testificar contra sus violadores. Jasmina Pusína, una de las terapeutas, explica que muchas mujeres no hablan con la esperanza puesta en el olvido. “Intentan olvidar sin sabe que nunca podrán. Conviven con sus secretos hasta que un día se vienen abajo. Tarde o temprano sucede, es sólo cuestión de tiempo” asegura Pusína, quien explica que las terapias tratan de ensamblar las piezas del rompecabezas del horror. Los olores, los sonidos, las imágenes de los días de la tortura para hacer a las mujeres conscientes del trauma, y para que aprendan a convivir con él. Estas terapias las dirigen las ONG, que trabajan de forma intermitente, en función de las ayudas internacionales. Marijana —nombre ficticio— hace tiempo que decidió hablar y recomponer su espeluznante historia. La ha contado en La Haya. Haber testificado no la ha vacunado, sin embargo, contra el inevitable derrumbe cada vez que revive su paso por un campo de concentración en Visegrado, al este del país. “Me violaron varias veces. Tantas que no sabría contarlas. Mi hijo, de 16 años, lo vio todo. Olían mal, a cebolla, a alcohol. Estaban muy sucios. Me enseñaron varios cuchillos. ¿Cuál es el más afilado me preguntaron?”. Marijana rompe a llorar: “Vi cómo pasaban el cuchillo por el cuello de mi hijo. Les pedí que me mataran a mí. No entiendo qué hemos hecho para ser tan odiadas”. Vuelve el llanto y la respiración entrecortada, pero Marijana quiere continuar: “Lo tenían todo pensado, todo planeado para humillamos y destrozar a nuestra comunidad. Ahora nosotras no valemos para nada, y el gobierno hace oídos sordos, pero, si seguimos calladas, no llegaremos a ninguna parte”, afirma esta mujer que vive en Sarajevo, y que dice adivinar la llegada del frío invierno bosnio en las cicatrices de su cuerpo. Manjana reconoció en el campo de concentración a Milan Lukic, entregado por Argentina al TPIY el pasado febrero, después de siete años de fuga. Lukic operaba bajo las órdenes de los prófugos Radovan Karadzic y su jefe militar, Ratko Mladic,(foto) acusados de genocidio por la Matanza de Srebrenica, en la que exterminaron a 8.000 musulmanes bosnios en 1995.

Maida Cupina también testificó en Holanda. Fue contra Milosevic. Tampoco tiene trabajo y vive en un piso que le ha prestado el tribunal. A sus 50 años es alta y va muy arreglada. Pelo bien teñido, colorete y labios perfilados. Su imagen esconde a una mujer hundida. “Tengo que ser valiente y seguir, por mis hijos”, dice. “Me violaron delante de mi marido y de mis dos hijos. Me encerraron en casa de mi padre donde estaba disponible para los soldados durante las 24 horas. ‘Musulmana inútil’, me gritaban los serbios. Hacían orgías durante días enteros”, relata mientras empalma un cigarrillo con otro en el apartamento, prestado, donde vive con su hija, enferma de anorexia, y sin acceso a un tratamiento médico. Cupina, de 1,72 metros, llegó a quedarse en 42 kilos. Fue entonces cuando los nacionalistas fanatizados estimaron que ya no servía para sus propósitos y la intercambiaron por prisioneras serbias. Ahora dice vivir condenada a la cadena perpetua de esas imágenes, del olor a alcohol y sudor de esos hombres, tatuados en su cerebro.

Mientras Cupina habla, por el televisor desfilan las imágenes del entierro de Miíosevic en Pozarevac la ciudad natal del caudillo ultra-nacionalista serbio. “Los soldados que vinieron a Nevesinje eran serbios, no bosnios. Esto no fue una guerra civil, fue un genocidio orquestado por Milosevic. Ha muerto después de haber consumido la mayor parte del tiempo y del dinero del tribunal de La Haya. ¿Y ahora qué?”, se pregunta esta mujer.



SOSPECHOSOS EN LIBERTAD.
Junto a Milosevic y al resto de los grandes nombres del TPIY, fuentes judiciales del país estiman que alrededor de 10.000 sospechosos (en su mayoría procedentes de las filas de los fanáticos serbios, pero también bosnios) siguen en libertad. La mayor parte de ellos vive en la República Serbia de Bosnia, una de las dos entidades del país, y que, tras la expulsión de miles de musulmanes durante la guerra, se ha convertido en una zona étnicamente limpia, casi sin presencia musulmana. A pesar de que Dayton reconoció el derecho al retomo de los desplazados y de que las autoridades alientan de boquilla el regreso, las víctimas insisten que, si no se detiene a los agresores no habrá vuelta posible.

Nusreta Sivac es una de las pocas que optó por el regreso y ahora le toca cruzarse en la calle con los hombres que la torturaron en los tres campos de concentración en los que estivo en 1992: Omarska, Trnopolje y Keraten conocidos por las imágenes que dieron vuelta al mundo y en las que se veía a hombres famélicos tras la alambrada.

“Estuve allí casi dos meses. Hablar de que pasó dentro es durísimo”, dice Sivac, que cuenta que la tortura y las violaciones eran generalizadas y que antes de la guerra era juez Prijedor, una ciudad entonces multiétnica unos 20 kilómetros de la frontera con Croacia y donde hoy día los musulmanes forman una minúscula comunidad, asentada en Kozarac.

Allí, las casas son nuevas, levantadas sobre las cenizas a las que quedaron reducidas las viviendas de los bosnios, quemadas por los soldados y milicianos serbios.

“Siempre tuve claro que iba a volver. Esta es mi ciudad. El primer día que llegué a mi casa, había un cartel que decía: ‘Esta es la puerta de Omarska’. Ahora me encuentro por la calle con hombres que me maltrataron y otros que han salido después de cumplir dos tercios de su condena”, explica Sivac. ¿Cómo reacciona? “Les miro a los ojos. Es lo único que puedo hacer, con esa gente no se puede hablar. Para nosotras, la mejor lucha es la verdad”, dice esta mujer que ha testificado en el TPIY contra varios responsables de los campos.

Sivac, que pertenece a una asociación de mujeres víctimas de la guerra, sostiene que muchas no quieren testificar porque tienen miedo. “Los agresores siguen teniendo puestos importantes en la República Serbia de Bosnia. Muchos son héroes militares”, asegura en una cafetería con aire turco de Kozarac. Prueba de ello es lo que queda del campo de concentración de Trnopolje, hoy reconvertido en escuela y asociación de vecinos y en cuya entrada una gran águila esculpida en piedra rinde homenaje a los soldados que han dejado sus vidas para formar los cimientos de la República Srpska”. Ramos de flores frescas yacen sobre la nieve, al pie del monumento.

En ese campo, los soldados elegían cada día a unas cuantas chicas a las que se llevaban para violarlas. Unas volvían marcadas por las torturas. Otras, ni siquiera volvían.

Ahora, Sivac no tiene trabajo y es difícil que lo consiga en una comunidad en la que los musulmanes no son bienvenidos. A sus 55 años, tampoco tendrá derecho a una jubilación. En la República Serbia de Bosnia, las mujeres que estuvieron en los campos ni siquiera son consideradas víctimas del conflicto. En el resto de Bosnia, las mujeres que fueron violadas sistemáticamente durante la guerra están consideradas víctimas desde el año pasado, y en teoría, tienen derecho a una pensión, igual a Jade un hombre que perdiera una pierna por una granada. El problema, señalan las terapeutas del tribunal, es probar el daño psicológico. Por eso, algunas asociaciones piden al gobierno que promulgue una ley que se ocupe de estas mujeres, igual que se aprobó una para los desaparecidos durante la guerra.

SIN DERECHOS ESPECÍFICOS.
“No hay una definición clara de quiénes son las mujeres víctimas de la guerra. No tienen ningún derecho específico”, reconoce el ministro bosnio de Derechos Humanos y para los Refugiados, Misrad Kebo, que defiende que las mujeres violadas no deben tener un tratamiento especial, y culpa a las autoridades serbias de que los violadores sigan en la calle y de que el reconocimiento como víctimas ni siquiera exista en la República Srpska. “Esto es un problema regional, no sólo interno. Estamos hablando de Mladic y de Karadzic, de gente que se encuentra a salvo en los países vecinos. Nosotros pedimos a las autoridades serbias su colaboración”, asegura Kebo en la sede del gobierno, en Sarajevo.

Kebo echa también el resto de pelotas fuera. Culpa a las mujeres de no querer hablar: “El Estado no puede hacer nada si ellas no reconocen lo que les ha pasado”. Y asegura que su gobierno no dispone de recursos para atender a estas mujeres. Sorprende, sin embargo, ver cómo Sarajevo es hoy una ciudad completamente reconstruida, donde apenas queda rastro de los morteros y las granadas en los edificios, y donde el dinero no ha alcanzado para la reconstrucción de las vidas de los que quedaron dañados de por vida por la barbarie.



A falta de iniciativas estatales, Grbavica la película bosnia recientemente premiada en Berlín, podría ser el catalizador de la esperada catarsis colectiva que anime a las mujeres a hablar y que recuerde al gobierno bosnio s cuenta pendiente con las víctimas olvidadas.

Grbavica cuenta la historia de una mujer violada durante la guerra. La precariedad económica en la que sobreviven las mujeres como Esma, la protagonista. Y habla de los hijos gestados en las violaciones, que hoy son adolescentes y que empiezan a preguntar por 1 identidad de sus padres.

LAS MENTIRAS DE LA GUERRA.
Muchas de la madres que decidieron quedarse con sus hijo los han criado en los campos de refugiados, al amparo de las mentiras de la guerra. Pero es tos niños y niñas tienen hoy 14 años y quieren saber quiénes fueron sus abuelos paternos quiénes son sus tías.., y para eso no hay res puesta. Sus madres fueron violadas tantas veces que, aunque se atrevieran a decirles que si padre no fue un héroe, serían incapaces de da con su identidad. “Son niños muy inseguros muy dependientes. Viven con el temor de que sus madres, traumatizadas y apenas capaces de arrastrar su propia vida, los abandonen. Se ha producido la transmisión generacional de trauma”, estima Salvia.

Grbavica, cuya exhibición ha sido prohibida en la República Serbia de Bosnia, y cuy estreno en Belgrado contó con la presencia de seguidores de Mladic y Karadzic que trataron de abortar la proyección, está batiendo récords de taquilla en la Bosnia croata y musulmana. Esta película ha sido capaz de llevar las violaciones sistemáticas del ámbito de lo privado al terreno de lo público, algo inédito en Bosnia. Que no se olvide es algo que obsesiona a su joven directora. “Fueron actos diseñados para humillar. Con ellos destruyeron tanto.., sus creencias religiosas, su autoestima, sus vidas. Todavía soy incapaz de entender cómo los hombres pueden ser capaces de utilizar la violación como un arma, cómo son capaces de tener una erección fruto del odio”, reflexiona Zbanic en Tuzla, en el noreste de Bosnia, donde recientemente se estrenó la película.

Esa noche en Tuzla, los espectadores —la mayoría mujeres— salieron conmocionados de la sala. Algunas, con los ojos todavía húmedos, se han quedado sin palabras. Un poco más tarde, Eilla Vickovic, con hiyab, ya está en condiciones de hablar: “Esta película puede ofrecernos un futuro mejor a los bosnios, sobre todo a las que tienen miedo de que la sociedad no las entienda si cuentan que han sido violadas. Pero todo el mundo conoce los hechos desde hace tiempo ¿Cómo es posible que haga falta una película para entender esto?”, se pregunta.

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